sábado, 31 de marzo de 2012

El amigo del príncipe Zhang



El eunuco entró agitado en la recámara de la emperatriz.
-Majestad una serpiente ha mordido al príncipe Zhang mientras jugaba en el jardín de los cerezos.
El médico real estuvo observando el estado del pequeño.
-Es una extraña clase de reptil, muy peligrosa. No conozco el antídoto. En pocos días puede morir. Sin embargo, tengo noticias de un sabio muy anciano, en las lejanas tierras de Gimzú,   conoce todos los secretos de la naturaleza. Creo que es la última esperanza que nos queda.
El emperador le mandó llamar de inmediato.
Liu viajó, infatigablemente, durante tres días y tres noches hasta llegar al umbral que muy poca gente en el Imperio tenía el honor de traspasar: la Ciudad Prohibida.
Sin más preámbulos fue llevado a la habitación del enfermo
Estudió al pequeño. Yacía en su lecho ovillado, desvalido, sus ojos aguados reflejaban el estado febril y estaba como perdido en la semiinconsciencia que marca la frontera entre la vida y la muerte.
El anciano pidió quedarse a solas con el niño pues, supo que la situación era muy grave. De su fardo deshilachado extrajo una serie de zurrones tintados de colores. Al momento toda la estancia quedó embriagada por las esencias de las hierbas fundamentales de la medicina china.
Las manos huesudas y sabias amasaron de manera experta el cárcamo, la cassia, la efedra, el daphne,  añadiendo menta coreana y polvo de arroz hasta convertir la mezcla en una píldora. Se la dio a tomar al pequeño con un poco leche de yak que traía del viaje, mientras le miraba con ojos paternales. Tomó las delgadas muñecas del enfermo y ató dos hilos de seda de color carmesí. A continuación descansó de su largo viaje  en un jubón que extendió al lado del lecho del moribundo.
Los días siguientes tuvieron un efecto curativo en el príncipe. El viejo sabio no se apartaba de su lado, convirtiéndose en una sombra protectora de Zhang. Éste, por su parte, cada día que pasaba estaba más asombrado con su curador. No se parecía a ninguno de los sirvientes, tutores, eunucos y concubinas que hasta ese momento le habían hecho compañía. Liu le contaba de las tradiciones de su pequeña aldea, de la que nunca había salido antes, de las plantas medicinales que con tanta maestría manejaba, de cómo era la vida del campo: las cosechas, los granizos, las mudas del paisaje provocadas por las estaciones. El príncipe le hablaba de los conocimientos adquiridos a través de los maestros e institutrices que su padre le imponía: las matemáticas, la astrología, la historia; cuestiones que el viejo analfabeto jamás imaginó poder aprender.
La vida del ermitaño se vio completada por una amistad  de la que nunca hubiese disfrutado de otro modo y el pequeño encontró un remanso de ternura que desconocía hasta entonces. La extraña amistad  se forjó sin que ambos parecieran darse cuenta, poco a poco, con complicidades inusitadas y  simpatía recíproca.
Al cabo de unas semanas, el príncipe estuvo completamente recuperado, llegando el momento en que el sabio Liu debía partir.
-Ya no te veré nunca más- dijo Zhang
-Ten paciencia, me verás muy pronto. No debes deshacerte de los hilos de seda rojos, son el camino hacía tu viejo amigo Liu.
En los días siguientes el príncipe estuvo triste y melancólico; todo el mundo en palacio lo achacó a su reciente enfermedad, pensando que en breve volvería a ser el niño travieso que solía.
Una noche, mientras estaba adormilado, una suave brisa empezó a soplar haciéndose poco a poco más fuerte. Los hilos de sus muñecas comenzaron a agitarse como si tuvieran vida propia, elevándole a través de la ventana. Sobrepasó los muros de la ciudad donde vivía enclaustrado desde su nacimiento y voló en medio de la noche: atravesó ríos, valles, montañas; vio ciudades y pueblos, pudiendo reconocer el  mundo del que le había hablado su amigo, sorprendiéndose de la inmensidad de la vida fuera del palacio.
En medio de la oscuridad aparecieron unos campos de terrazas de arroz zigzagueantes como olas infinitas, enmarcando un valle profundo. Los cordeles de seda roja le guiaron hasta lo alto, donde había una humilde choza de bambú. En el umbral estaba el viejo Liu.
-Bienvenido amigo: has encontrado el camino.
-Los hilos me han traído hasta aquí._dijo Zhang
La conversación entre ambos se dilató toda la noche; llevándoles, como siempre, a disfrutar de su mutua compañía.
Al llegar la aurora Liu dijo a al pequeño:
- Como recuerdo de nuestro encuentro te regalo el más especial de los animales: un grillo dorado.
El niño lo guardó con cuidado en su bolsillo y se despidieron con la intuición de que volverían a verse. La brisa aumentó y lo elevó de nuevo a las alturas. Volvió a ver los paisajes que le habían impresionado a la venida y, por fin, pasado un tiempo, que no sabría medir, a lo lejos reconoció las siluetas de los tejados de la Ciudad Prohibida.
Cuando despertó a la mañana siguiente se asomó a la ventana intentando descifrar el sueño que había tenido la noche anterior.
Entonces un canto agitó sus pensamientos; metió la mano en el bolsillo y un precioso grillo dorado apareció ante él.

Eyre Lebasy
3 de marzo de 2012


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