“El gato bajo la lluvia” es un cuento de Ernest Hemingway
que fue publicado por primera vez en 1925 dentro del libro de relatos “En
nuestro tiempo”. Según García Máquez es el mejor cuento del mundo.
La historia está basada en un hecho acontecido en Rapallo,un pueblo de la Liguria italiana, en 1923. Su mujer Elizabeth Hadley
Richardson estaba embarazada de dos meses cuando se encontró un pequeño gato
bajo la lluvia y comenzó a decir “¡Quiero un gato! ¡Quiero un gato ahora! Si no
puedo tener pelo, ni diversión; quiero tener un gato.”
El gato bajo la lluvia
Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a
ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde
sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al
monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes
bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A
los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los
hoteles situados frente al mar.
Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento
a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se
deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las
olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para
regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaban de la
plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un
mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.
La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el
suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes.
Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a
los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha.
Tal vez pudiera acercarse protegida por los aleros.
—Voy a buscar ese gatito —dijo ella.
— Iré yo, si quieres —se ofreció su marido desde la cama.
—No, voy yo.
El pobre minino se acurrucaba bajo el banco para no
mojarse ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al
pie de la cama.
—No te mojes —le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo
una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio
al fondo. El propietario era un hombre muy viejo y muy alto.
—Il piove —expresó la americana.
El dueño del hotel le resultaba simpático.
—Sí, si signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone
se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó
detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba.
Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad
y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro
viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó
la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la
plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiera
acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió
detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada sin duda, por el
hotelero.
—No debe mojarse— dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la
americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo
la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se
había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
—Ha perduto qualque cosa, signora?
—Había un gato aquí— contestó la americana.
—¿Un gato?
—Si, il gatto.
—¿Un gato? —la sirvienta se echó a reír
—¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
—Sí; se había refugiado en el banco —y después— ¡Oh! ¡Me
gustaba tanto! Quería tener una gatito. Cuando habló en inglés la doncella se
puso seria.
—Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
—Me lo imagino— dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha
se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente
a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una
rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez,
importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir
por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la
cama.
—¿Y el gato? —preguntó abandonado la lectura.
—Se ha ido.
—¿Y dónde puede haberse ido? —dijo él, descansando un poco
la vista.
La mujer se sentó en la cama.
—¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me
gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo
la lluvia.
George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente
al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo en mano. Se estudió el
perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca
y en el cuello.
—¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? —le
preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada
como la de un muchacho.
—A mí me gusta como está.
—¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de
parecer siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado
la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
—¡Caramba! Si estás muy bonita —dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar
por la ventana. Anochecía ya.
—Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme
moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me toco. Y también
quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo
acariciara.
—¿Sí? —dijo George.
—Y además quiero comer en una mesa con velas y con mi
propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el pelo frente al
espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
—¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? —dijo George
reanudando su lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y
todavía llovía a través de las palmeras.
—De todos modos quiero tener un gato —dijo—.Quiero un
gato. Quiero un gato. ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni
divertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la
ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la
puerta.
—Avanti— dijo George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de
color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
—Con permiso —dijo la muchacha— el padrone me encargó que
trajera esto para la signora.