Creo que ahora que camino la senda del
cementerio, del que no regresaré jamás, es el momento oportuno para
contar la historia de mi vida.
Nací en el sur de la selva, dentro de una manada
bastante bien avenida. Como definición de mi infancia se podría decir que fue como
debe ser: feliz, sin preocupaciones, ni
dolor.
En las mañanas soleadas compartía paseos
hasta el río con mi madre para bañarnos y por las noches, los rumores de la jungla
me adormilaban con familiar arrullo. El único peligro eran los leopardos o
tigres que, a menudo, nos atacaban, pero
siempre tenía el halo protector de la experiencia de los más adultos.
El hechizo se rompió el día en que fui
capturado por los tiranos. Separado de
mi congéneres y amarrado a un árbol, la soledad me acompañó hasta que lograron
domesticarme a sus maneras y según sus deseos.
La llegada a la ciudad carmesí de Jaipur me
trajo estupor y amargura pues mi hogar pasó a ser una barraca infame en los suburbios, donde compartía una convivencia llena penurias con otros esclavizados como yo. Mi amo no merece más que
mi desprecio. Se trataba de un ser vil, deleznable y sin un ápice de
humanidad.
Subir y bajar, bajar y subir del Fuerte Amber:
esa era mi vida.Cargado con viajeros de múltiples rostros, razas, lenguas y
caracteres, que en nada aliviaban mi
monótona existencia de trabajo. Aprendí bien mis deberes bajo las constantes
amenazas de mi amo. No mostrar nerviosismo, ayudar a los clientes inclinando
levemente las patas delanteras, y con un
gesto eficaz de la trompa, auparles hasta el lomo.
Al pasar algunos meses, de vuelta de una
interminable jornada laboral, fue cuando por primera vez me fijé en ella:
cabalgando sobre un tigre de Bengala, sus múltiples brazos sostenían puñales;
vestía un sari rojo y aderezaba su cabello con una corona dorada. La
invencible, la diosa Durgha ,ante mí, en su templo. A partir de ese día, a mi
regreso no podía evitar quedarme extasiado ante su presencia. Hasta pareciera
que ella también se fijara en mí, el simple Tembo; aquel que guardaba como un
tesoro, sus anhelos de regresar a la libertad algún día.
Llegué a tener el total convencimiento que
ella era la única que podía penetrar en mi corazón como una daga, para examinar
y conocer los posos de amargura que contenía.
El otoño era la estación de la festividad de
Durgha y por tal motivo salía todo Jaipur a las calles a celebrarlo con gran
algarabía, desorden y música. Mi cuerpo
lo pintaban por completo de filigranas coloreadas para acompañar todo el
frenesí de sensaciones que envolvía el ambiente.
Aquel octubre era diferente. Al comenzar la
tarde y salir Durgha en la cabalgata acompañada por hordas infantiles desbordadas
de alegría, mis sensaciones no se mezclaban con las del resto. Pareciera que
ella me observaba, que en su fuero interno algo bullía.
La tarde era calurosa y apacible. Los niños
disfrutaban con cantes y bailes, los ancianos observaban desde los umbrales de
sus moradas, los jóvenes aprovechaban la ocasión para evadirse de la presencia
vigilante de sus progenitores.El desfile se desarrollaba por sus cauces
naturales.
En el momento del atardecer, los
colores del cielo se difuminaron con los de los ropajes de la gente y de pronto
Durga dirigió hacía mí su mirada.
Quedé perplejo, petrificado. Un golpe de mi amo
me sacó del estupor. Caminé unos pasos más.Creí ver un pequeño ademán del
puñal en sus manos. Volví a quedarme inmóvil; mi dueño se acerco dispuesto a
darme una tremenda paliza. Entonces surgió una voz clara y autoritaria que dijo:
–¡No te atrevas a darle un golpe más!¡Te lo
prohíbo!
La diosa procedió entonces, con gesto certero, a
cortar la soga que me ataba a la esclavitud en la que vivía desde hacía tantos
años.
–Sígueme Simba ha llegado el momento que estabas
esperando- me susurró.
Con una indicación suya el tigre de Bengala
dio un salto comenzando a galopar. Sin pensármelo fuí tras ella. Nuestra huida
se dilató varias jornadas en las que atravesamos todo tipo de geografías,
climas y terrenos.
Hasta que, al amanecer del quinto día, comencé a reconocer
el paisaje de mi niñez.
En lo más profundo de la maleza Durga se
detuvo:
–Tembo, por fin he podido cumplir tus deseos,
ya eres libre.
Marchó sin mirar atrás, sin tiempo para los
agradecimientos y las despedidas.
La vida en libertad al principio fue abrumadora
e infinita.La carga llegó a hacerse insoportable. El
desasosiego por lo desconocido, lo diferente, lo que tanto había deseado, pero al tenerlo se hacía inescrutable como la noche. La vida tenía ahora unas nuevas
coordenadas que yo desconocía por completo. Tuve miedo. Me sentía incapacitado
para sobrevivir.
La suerte una vez más me acompañó y hallé una
manada que, como en los tiempos de mi niñez, me acogió en su seno, generando de
nuevo en mi sensaciones de pertenencia a
una gran familia. El tiempo, la paciencia y las ganas de aprender me otorgaron
la sabiduría suficiente para poder llegar a ser el guía de nuestro pequeño
grupo.
Al final del día solía sentarme para ver
morir a la tarde y era cuando surgían en mí los recuerdos de mi tiempo bajo los
yugos de la esclavitud. No lograba sacar de mi espíritu la amargura y el
rencor. Al repasar los sentimientos que albergaba éstos destilaban venganza, no
hallaba cómo reconciliarme con lo que me sucedió.
Hoy soy un anciano en su último viaje y puedo
decir que toda experiencia de mi vida dio un fruto que a su vez germinó en un
aprendizaje del cuál estoy agradecido.
Ahora que llego al final del camino, veo las
grandes osamentas de mis ancestros, sabiendo que moriré de la forma que siempre
quise:estando en paz conmigo mismo.
Eyre Lebasy
20 de abril de 2012