viernes, 20 de abril de 2012

La vida del anciano Tembo


Creo que ahora que camino la senda del cementerio, del que no regresaré jamás, es el momento oportuno para contar la historia de mi vida.
Nací en el sur de la selva, dentro de una manada bastante bien avenida. Como definición de mi infancia se podría decir que fue como debe ser: feliz, sin  preocupaciones, ni dolor.
En las mañanas soleadas compartía paseos hasta el río con mi madre para bañarnos y por las noches, los rumores de la jungla me adormilaban con familiar arrullo. El único peligro eran los leopardos o tigres que,  a menudo, nos atacaban, pero siempre tenía el halo protector de la experiencia de los más adultos.
El hechizo se rompió el día en que fui capturado por los tiranos.  Separado de mi congéneres y amarrado a un árbol, la soledad me acompañó hasta que lograron domesticarme a sus maneras y según sus deseos.
La llegada a la ciudad carmesí de Jaipur me trajo estupor y amargura pues mi hogar pasó a ser una  barraca infame en los suburbios, donde compartía  una convivencia llena penurias con otros esclavizados como yo. Mi amo no merece más que mi desprecio. Se trataba de un ser vil, deleznable y sin un ápice de humanidad.
Subir y bajar, bajar y subir del Fuerte Amber: esa era mi vida.Cargado con viajeros de múltiples rostros, razas, lenguas y caracteres, que en nada  aliviaban mi monótona existencia de trabajo. Aprendí bien mis deberes bajo las constantes amenazas de mi amo. No mostrar nerviosismo, ayudar a los clientes inclinando levemente las patas delanteras, y  con un gesto eficaz de la trompa, auparles hasta el lomo.
Al pasar algunos meses, de vuelta de una interminable jornada laboral, fue cuando por primera vez me fijé en ella: cabalgando sobre un tigre de Bengala, sus múltiples brazos sostenían puñales; vestía un sari rojo y aderezaba su cabello con una corona dorada. La invencible, la diosa Durgha ,ante mí, en su templo. A partir de ese día, a mi regreso no podía evitar quedarme extasiado ante su presencia. Hasta pareciera que ella también se fijara en mí, el simple Tembo; aquel que guardaba como un tesoro, sus anhelos de regresar a la libertad algún  día.
Llegué a tener el total convencimiento que ella era la única que podía penetrar en mi corazón como una daga, para examinar y conocer los posos de amargura que contenía.

El otoño era la estación de la festividad de Durgha y por tal motivo salía todo Jaipur a las calles a celebrarlo con gran algarabía, desorden y música.  Mi cuerpo lo pintaban por completo de filigranas coloreadas para acompañar todo el frenesí de sensaciones que envolvía el ambiente.
Aquel octubre era diferente. Al comenzar la tarde y salir Durgha en la cabalgata acompañada por hordas infantiles desbordadas de alegría, mis sensaciones no se mezclaban con las del resto. Pareciera que ella me observaba, que en su fuero interno algo bullía.
La tarde era calurosa y apacible. Los niños disfrutaban con cantes y bailes, los ancianos observaban desde los umbrales de sus moradas, los jóvenes aprovechaban la ocasión para evadirse de la presencia vigilante de sus progenitores.El desfile se desarrollaba por sus cauces naturales.

En el momento del atardecer, los colores del cielo se difuminaron con los de los ropajes de la gente y de pronto Durga dirigió hacía mí su mirada.
Quedé perplejo, petrificado. Un golpe de mi amo me sacó del estupor. Caminé unos pasos más.Creí ver un pequeño ademán del puñal en sus manos. Volví a quedarme inmóvil; mi dueño se acerco dispuesto a darme una tremenda paliza. Entonces surgió una voz clara y autoritaria que dijo:
–¡No te atrevas a darle un golpe más!¡Te lo prohíbo!

La diosa procedió entonces, con gesto certero, a cortar la soga que me ataba a la esclavitud en la que vivía desde hacía tantos años.
–Sígueme Simba ha llegado el momento que estabas esperando- me susurró.

Con una indicación suya el tigre de Bengala dio un salto comenzando a galopar. Sin pensármelo fuí tras ella. Nuestra huida se dilató varias jornadas en las que atravesamos todo tipo de geografías, climas y terrenos.
Hasta que, al amanecer del quinto día, comencé a reconocer  el paisaje de mi niñez.

En lo más profundo de la maleza Durga se detuvo:

–Tembo, por fin he podido cumplir tus deseos, ya eres libre.

Marchó sin mirar atrás, sin tiempo para los agradecimientos y las despedidas.

La vida en libertad al principio fue abrumadora e infinita.La carga llegó a hacerse insoportable. El desasosiego por lo desconocido, lo diferente, lo que tanto había deseado, pero al tenerlo se hacía inescrutable como la noche. La vida tenía ahora unas nuevas coordenadas que yo desconocía por completo. Tuve miedo. Me sentía incapacitado para sobrevivir.
La suerte una vez más me acompañó y hallé una manada que, como en los tiempos de mi niñez, me acogió en su seno, generando de nuevo en mi sensaciones de pertenencia  a una gran familia. El tiempo, la paciencia y las ganas de aprender me otorgaron la sabiduría suficiente para poder llegar a ser el guía de nuestro pequeño grupo.

Al final del día solía sentarme para ver morir a la tarde y era cuando surgían en mí los recuerdos de mi tiempo bajo los yugos de la esclavitud. No lograba sacar de mi espíritu la amargura y el rencor. Al repasar los sentimientos que albergaba éstos destilaban venganza, no hallaba cómo reconciliarme con lo que me sucedió.
Hoy soy un anciano en su último viaje y puedo decir que toda experiencia de mi vida dio un fruto que a su vez germinó en un aprendizaje del cuál estoy agradecido.

Ahora que llego al final del camino, veo las grandes osamentas de mis ancestros, sabiendo que moriré de la forma que siempre quise:estando en paz conmigo mismo.


Eyre Lebasy
20 de abril de 2012





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